Estrenada el pasado 23 de septiembre, ‘Crímenes del futuro’ de David Cronenberg hace una aproximación al misterio de la biología. Para ello se sirve de una exploración explícita y manifiesta lo repugnante, lo sangriento y el horror en un universo sostenido sobre una puesta en escena en la oscuridad. Esta tenebrosa distopía nos habla de un futuro que podría llegar casi tan de inmediato como el metaverso y que aunque en cierto modo aún resulta abstracto, ya está pisándonos los talones. No tenemos más que echar un vistazo a tecnologías como la Realidad Aumentad o la Realidad Virtual, muchos negocios (e-commerce) o casinos online como Genesis ya están invirtiendo e investigando sobre el metaverso para aprovechar las posibilidades que ofrece.
La historia está protagonizada por Saul Tenser, interpretado por Viggo Mortensen, y Caprice, interpretada por Léa Seydoux. Ambos son la piedra angular de una trama espeluznante, ambos son artistas y ambos conviven y trabajan juntos. No obstante, su relación tímidamente y sutilmente emocional, poco a poco va tornándose en algo cada vez más oscuro.
A lo largo de la cinta, Cronenberg se acoge a licencias para hacer una narración sobre el paso del tiempo, el significado de la ética, la moral, el dolor y la búsqueda de la propia identidad en medio de un entorno caótico y ciertamente desordenado, casi arbitrario. La plasmación del relato, no atiende a un orden en un sentido estricto, pero sí a una constante búsqueda y persecución del poder. Al mismo tiempo, sus protagonistas se ven abocados a luchar contra una circunstancia que sobrepasa sus límites y que al inicio, pone en jaque sus concepciones más racionales.
Saul sufre de un extraño síndrome que le lleva a generar físicamente hablando apéndices corporales exentos de una funcionalidad práctica. Ante esta circunstancia, Caprice trata de analizar el fenómeno bajo la luz de la racionalidad lo cual, de forma indirecta, también le lleva a experimentar. De una forma gradual, la aberración biológica atraviesa el límite de lo científico para fusionarse con el universo del arte. En una especie de catarsis en la que se fusionan el dolor y el placer, ambos inician una aproximación hacia el concepto de amor.
La película deambula por paisajes siniestros en los que se dan cita el retrogusto a la distopía en su concepto más amplio y, por supuesto, el horror corporal. Todo ello se posa sobre un debate casi académico: ¿Hasta qué punto lo orgánico tiene capacidad expresiva para definir la identidad humana? Por otro lado, desde el punto de vista más estético plantea otra cuestión: ¿Puede el cuerpo convertirse en una fuente de horror y belleza a partes iguales?
A pesar de que su propuesta no está exenta de complejidad, Cronenberg logra hacer un ejercicio narrativo efectivo y, en esta ocasión, renunciando a su característico desfile de monstruos grotescos para ir más allá. Erige un espacio para narrar una historia que podría ser, una hipótesis que sobrecoge y que encierra un potencial simbólico innegable: ¿Es capaz la carne viva y que genera repulsión de llegar a ser un símbolo de belleza?
No obstante, nuestro director no evita los recursos inherentes a su estilo artístico. No elude las escenificaciones aterradoras y, además, para ello se vale de la semipenumbra, del claroscuro vibrante que sirve para bocetar los rincones de un planeta indeterminado en un caótico entorno de preguntas que no obtienen respuesta.
¿El hombre es creado y cincelado por sus mayores miedos? La alegoría se convierte en el soporte de la trama y da forma a evocaciones mitológicas. Para ello, no sólo se sirve del crimen que genera los sucesivos giros de guión (una madre que asesina literalmente a su propio hijo), sino también por el lenguaje empleado para inyectar tensión a la tensión, horror al horror.
Quien ya conozca el estilo plasmado en los trabajos anteriores de Cronenberg sabe que nos encontramos ante todo un veterano en utilizar lo retorcido para imprimir poder a sus relatos sobre la naturaleza humana. En esta ocasión, nos encontramos con una muestra de su proceso de depuración estilístico que, por otro lado, muestra un sólido vínculo (una violencia espeluznantemente elegante) con otras obras como ‘La mosca’, una de sus obras más icónicas y que pudimos ver en los cines en 1986 así como eXistenZ cuyo estreno se remonta a 1999.
Además, dentro de su personal forma de tratar cuestiones relacionadas con la naturaleza humana, dentro de Crímenes del futuro podemos encontrar subtemáticas y conceptos secundarios y que, de alguna manera, también constituyen una especie de collage o pasaje sobre sus obsesiones personales. Encontramos aproximaciones al consumismo o, por ejemplo, el concepto de desarraigo o la ruptura de espíritu que se da en la era tecnocrática.
Llama la atención el detalle de que en la cinta no existe, a pesar de todo, dolor corporal y, por supuesto, ello no está exento de significado. A pesar de ser el epicentro del terror, su síndrome es silencioso y, por lo tanto, sin restricción. Nuestro director nos lleva a explorar un área peligrosa, la idea de que la percepción voraz del apetito de la sociedad por los horrores no tiene fondo y cada vez se torna más temible y difuminado sobre una línea más sutil de lo permisivo.