Mateo tenía 8 años y nunca había pensado demasiado en lo que significaba la palabra “incendio”. Para él, era una noticia lejana que aparecía en la tele, con imágenes de montes ardiendo y helicópteros lanzando agua.
En su pueblo, un rincón pequeño de casas de piedra en el interior de Galicia, la vida giraba en torno a cosas sencillas: correr con sus amigos por las corredoiras, subir a los castaños para buscar erizos en otoño, cuidar de la perra Luna y acompañar a su abuelo a dar de comer a las gallinas.
El fuego que borró un pueblo
El verano estaba siendo seco, más que otros, y los mayores murmuraban en la plaza que cualquier chispa podía traer desgracias. Aun así, el niño no lo entendía. Hasta que, una tarde, el olor a humo dejó de ser un recuerdo de la tele y se convirtió en un zumbido que lo envolvía todo.

Primero fueron las llamadas nerviosas de los vecinos: “Hai lume no monte do lado”. Después, las sirenas de los coches de Protección Civil, el cielo que se tiñó de naranja, el viento que empujaba las brasas. Mateo veía desde la ventana cómo los adultos corrían de un lado a otro, organizando cubos de agua, mangueras y sacos húmedos. La tensión estaba en cada gesto.
La orden de desalojo llegó de noche, entre gritos y lágrimas. A Mateo lo vistieron deprisa, le pusieron la chaqueta encima del pijama y lo llevaron de la mano hacia el coche que esperaba en la carretera. Atrás quedaban su bicicleta, sus cuadernos de dibujos, el huerto de su abuelo y el parque donde jugaba con los amigos. El niño se giró y alcanzó a ver cómo las primeras lenguas de fuego se acercaban a los tejados.
Las horas siguientes fueron un caos. Los vecinos intentaban frenar las llamas con lo que tenían a mano, mientras otros sacaban vacas, ovejas y perros hacia los prados más alejados. El abuelo de Mateo lloraba en silencio porque sabía que la cuadra con las gallinas estaba perdida. Los hombres más jóvenes, ennegrecidos por el humo, no se rendían, aunque el fuego avanzaba más rápido de lo que nadie podía contener.
Al amanecer, el silencio era extraño, casi insoportable. Cuando por fin pudieron volver, Mateo encontró un paisaje irreconocible. Su casa era solo un esqueleto de piedras humeantes. El parque ya no tenía columpios, solo hierros retorcidos. El monte donde solía trepar estaba reducido a troncos negros, como fantasmas sin hojas. La perra Luna, que lograron salvar, se acurrucaba temblando junto a él.
El pueblo entero se reunió en la plaza calcinada. No había palabras suficientes, solo abrazos y lágrimas. Mateo entendió entonces que los incendios no eran una noticia lejana, sino un monstruo que podía devorar todo lo que uno amaba. Con apenas ocho años, aprendió el peso de la pérdida y la fuerza de la gente que, incluso entre las cenizas, prometía volver a levantar el pueblo.