La Magia del Puente Romano – cuento de Navidad en Ourense.
En la ciudad de Ourense, donde las luces de Navidad se reflejaban en las tranquilas aguas del río Miño, vivía la familia Figueroa en un acogedor apartamento del Casco Vello.
La Magia del Puente Romano
Los Figueroa eran cinco: María, una enfermera incansable; su esposo, Ramón, un panadero que comenzaba sus jornadas antes del amanecer; y sus tres hijos: Lucía, de 14 años, soñadora y creativa; Diego, de 10, inquieto e imaginativo; y la pequeña Carla, de solo 5 años, cuya risa iluminaba cualquier rincón.
Esa Nochebuena, como era tradición, María y Ramón preparaban una cena especial. Pero este año era diferente: los tiempos habían sido duros, y la mesa no estaría tan llena como en años anteriores. A pesar de ello, la casa estaba impregnada del aroma del pulpo á feira y el caldo gallego que tanto gustaban a los niños.
Mientras María revisaba el horno, Diego se asomó a la ventana y notó algo curioso: el vecino del edificio de enfrente, don Gregorio, un anciano solitario que apenas salía de su casa, estaba colocando una pequeña estrella en su balcón. Diego, siempre intrigado por las historias, le dijo a su hermana Lucía:
—¿Crees que don Gregorio celebra la Navidad?
Lucía, observando al anciano con su gorro de lana, respondió:
—No lo sé, pero podríamos invitarlo a cenar. Papá siempre dice que nadie debería estar solo en Navidad.
Esa idea prendió como una chispa. Los niños bajaron corriendo las escaleras y, con un poco de timidez, llamaron a la puerta de don Gregorio. Tras unos segundos, él abrió, sorprendido por la visita.
—¡Buenas noches, don Gregorio! ¿Quiere venir a cenar con nosotros?— preguntó Carla con una sonrisa desdentada.
El anciano sonrió, emocionado pero algo reacio.
—¡Oh, gracias, pequeña! Pero no quiero molestar.
—No molesta, señor. Mi madre hace un caldo que cura todo— insistió Diego.
Finalmente, don Gregorio aceptó. Pero los niños no se detuvieron ahí: también tocaron la puerta de los Sequeiros, la familia del piso superior, y de los Rodríguez, que vivían en la esquina. En poco tiempo, la mesa de los Figueroa estaba rodeada de vecinos, cada uno aportando algo: los Sequeiros trajeron turrones, y los Rodríguez aparecieron con empanada recién hecha.
La cena fue un éxito. Entre risas y canciones, don Gregorio contó cómo había trabajado de joven como zapatero en el barrio y cómo su esposa amaba la Navidad. La nostalgia se mezcló con la alegría, y todos coincidieron en que aquella era la mejor Nochebuena en años.
Cuando dieron las doce, Lucía tuvo una idea.
—¡Vamos al Puente Romano! Mamá dice que los deseos que se piden allí en Navidad se cumplen.
Guiados por la magia del momento, todos caminaron bajo la luz de las estrellas hasta el puente. Cada uno lanzó una pequeña piedra al agua, susurrando un deseo.
—Deseo que siempre estemos juntos— dijo Carla.
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Al regresar a casa, una sorpresa los esperaba: un pequeño paquete en la puerta, con una nota que decía: “Gracias por recordarme el verdadero espíritu de la Navidad”. Dentro había una vieja estrella dorada, la misma que don Gregorio había colocado en su balcón, y que ahora brillaba con una luz especial.
Esa noche, la familia Figueroa y sus vecinos entendieron que la Navidad no está en los regalos ni en los banquetes, sino en la calidez de compartir y en la magia de crear recuerdos juntos. Desde entonces, el Puente Romano no solo fue un lugar histórico, sino también el guardián de sus deseos.
Continúa en «El Milagro del Día de Navidad«
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